La acción empieza en Nueva York, donde trabaja como funcionario internacional el protagonista. De allí nos comenta algún musical (como The Chorus Line, cuyo montaje de Antonio Banderas se estrena en breve en Madrid) y también un número género de películas de acción, en que "el nuevo héroe buscaba la pelea por el mero gusto de repartir tortazos con el canto de la mano o con los pies." Pero pronto abandona su trabajo, pese a que su jefe le auguraba un gran futuro en el marco de la administración pública: "Es usted cumplidor, puntual, serio, respetuoso con sus superiores, no tiene ambición y nunca toma iniciativas." Es esta clase de perlas irónicas, escasas, las que mantienen a flote a la novela durante la mayor parte del tiempo.
Desde Nueva York nos llevará a Japón y a Thailandia por un extraño encargo del príncipe Tukuulo. Luego de vuelta a Barcelona, a la que el señor Mendoza asesta: "Enmarcada entre una espaciosa franja de mar y una suave y diminuta cordillera, Barcelona viene definida por sus límites. Por esta causa, el barcelonés vive encajonado y, aunque finge ignorar su discapacidad, por más que se apresure, nunca saldrá del corto perímetro de su demarcación. A menudo un tráfico caótico y unos transportes públicos insuficientes le hacen creer que soporta los problemas propios de una gran ciudad, pero esta reflexión sólo es un falso consuelo: comparada con una aldea, Barcelona es una gran ciudad, pero comparada con una gran ciudad, sólo es un reducto provinciano, hipertrofiado, endogámico y pretencioso." ¿De dónde le vendrá esta tirria al autor de La ciudad de los Prodigios?
Posteriormente, una visita a su hermano Agustín justificará una breve estancia en Alemania, donde vivir es "vivir en un continuo reproche, y eso me gusta. En Alemania soy un rebelde con poco esfuerzo". El personaje del hermano es algo más interesante que el promedio del libro: resulta ser un dramaturgo de cierto éxito en lengua alemana, de cuya obra más destacada "Caca en el sombrero" se recoge un extracto traducido al final del libro. Obsérvese lo que tiene que decir Mendoza del teatro en que desarrolla su carrera Agustín Batalla: "el Ayuntamiento otorgaba al Lappentheatre una subvención que gustosamente complementaban otras instancias políticas, las grandes empresas con sede en la región y, en suma, casi todos los estamentos a cuya destrucción el Lappentheatre de Stuttgart consagraba sus esfuerzos." O sea, lo que hacen muchas empresas del Ibex 35 con determinados medios de comunicación y partidos políticos en nuestro país.
El desenlace del libro, que no de la trilogía, se produce en un atasco de retorno vacacional a Barcelona, algo que ya nos suena más reciente que la mayor parte de los acontecimientos a que hace referencia el libro.
Decía antes que el libro se sostiene, aparte de por el talento narrativo del autor (eso no se discute), en sus escasos golpes de ironía. Añadiré que también hay algunas concesiones al anarcocapitalismo, de los que quizá Mendoza no sea consciente (o tal vez sí). Cierro con una de estas, no sin antes afirmar mi duda sobre si leeré la tercera entrega de esta cosa inane. Seguro que lo hago, porque le mantendré el beneficio de la duda a este autor que tantos buenos momentos me ha dado.
"La economía del país no podría funcionar sin nosotros, como no podría funcionar sin la prostitución, el contrabando, el juego y otras actividades similares que no hacen mal al conjunto de la sociedad y permiten vivir a mucha gente. En última instancia, la moral no es de la incumbencia de la administración pública."
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