domingo, 31 de enero de 2021

Feria, de Ana Iris Simón

No sé muy bien por qué he leído este libro, pero al menos puedo decir que tampoco me arrepiento de haberlo hecho. De repente, se puso de moda la autora y su libro por algunas cosas que decía, en entrevistas y en él mismo. Así que me hice con él y empecé a leerlo sin saber qué me esperaba.

Y es que el libro empieza de forma muy potente, con una declaración de principios: "Me da envidia la vida que tenían mis padres a mi edad" "Nosotros, sin embargo, ni tenemos hijos ni casa ni coche. En propiedad no tenemos nada más que un iPhone y una estantería del Ikea de treinta euros porque no podemos tener más y ese es nuestro imperativo y es material." Y con respecto a ilusiones de cambiar el mundo: "Pero tampoco puede él (su padre)  rebatirme cuando le digo que en el horizonte su generación atisbó que los críos no tuvieran que trabajar desde los diez años y la mía tiene lo de no ir a firmar en la vida un contrato indefinido."

Superado este shock inicial, llegó el contrario: un estilo cutre y ramplón, abanderado por el uso del artículo delante de los nombres propios ("La Ana Mari y mi padre..."). Además, una cierta afinidad por ideales comunistas, reveladas en lo del nieto diciendo que votará a Vox para provocar al abuelo ("Yo duermo abajo y arriba España"), o en algunos ataques al liberalismo y capitalismo. Así que la tal Ana Iris Simón se constituía en el prototipo de niñata roja del sur de Madrid, aunque de Ontígola.

Así que pregunté por ahí cuál era el supuesto mérito de este libro, y me encontré con que mi apreciación no iba desencaminada: se trataba de una "podemita" desengañada. En la montaña rusa de mis percepciones sobre este libro, lo único que me hizo que me mantuviera en su lectura fue su brevedad, y que solo me quedaba la mitad por leer en este punto.

Y ya libre de tanta emoción, puedo ser un poco más objetivo con esta novela, que, sin ser la obra de mis sueños, tampoco está tan mal como parecía post-presagiar. Tenemos una novela costumbrista, autobiográfica, en que Ana Iris nos cuenta anécdotas de su vida, transcurrida principalmente entre la citada Ontígola y Campo de Criptana, aunque aderezada por excursos puntuales, pues no en vano sus abuelos por parte materna eran feriantes y a ella le tocó algún veraneo como tal (de ahí el título). Ah, también se asoma a Castuera ("donde la que no es puta es turronera y nosotras somos turroneras") cuyo turrón pude disfrutar esta Navidad tras el inesperado descubrimiento en el puente de diciembre.

Cuando ya avanzamos en la lectura, dejan de rechinar esos nombres propios precedidos de artículos, y se incardinan en el estilo narrativo propio de Ana Iris, que no es cutre ni ramplón, sino propio de lo que quiere contar y de ella misma. No tendría sentido que lo contara de otra forma, la verdad. Y es que Ana Iris está orgullosa de su pasado, pese a la feria y a la vida en el pueblo. Conste que lo que nos cuenta no ocurre en los 70, ella está hablando de los 90 y de los 2000. Por eso, puede decir con contundencia cosas como esta: "Es muy fácil decir que te encanta el Parrita o llevar aros del tamaño aproximado de tu cabeza cuando nunca te han reducido a eso, cuando no se han burlado de que vengas de un sitio en el que hacer todo eso es la norma y el estigma y no un signo de estatus ideológico, una declaración de intenciones, y mira qué poco clasista soy y mira qué distinguido en mi abrazo a lo que considero, a lo que reduzco lo popular." en una crítica a lo que llama "la lumpen burguesía, la de los que parece que sienten nostalgia de un barro que no han pisado en su vida".

También tiene palabras para las contradicciones de las feministas, que quizá, dado su pasado, le hayan sorprendido: "Porque si una lleva una falda o un escote de un tiempo a esta parte lo lleva para sí misma o en nombre del empoderamiento, una de dos, y que no me mire nadie porque machete al machote y madre mía qué fuerte e independiente con mi falda, que era a lo que me reducían antes, a ser dos piernas y poca tela y me quejaba y con razón y ahora como por arte de magia resulta que eso es signo de empoderamiento, pero no puede mirarlo nadie.", llevándole a esta sorprendente conclusión: "por eso toda mujer ama a un fascista: porque todo el que mira nuestros escotes lo es,". Ya decía Douglas Murray que la capacidad de los izquierdistas para conciliar contradicciones en su cabecilla es aparentemente ilimitada, así que esto sería prueba de que la señorita Simón está despojándose de tales ideales.

Centrarme en estas reflexiones quizá dé una equivocada impresión de un libro que, como ya he dicho, es principalmente costumbrista. Los capítulos que ha recogido la autora son más o menos interesantes, pero en general se leen con disfrute. Su talento narrativo queda revelado bastantes veces, pero especialmente en el cuento que cierra el libro, la historia de uno de los molinos de Campo de Criptana re-transformado en gigante, para explicar un encuentro que tuvieron su padre y ella una vez.

Me hace mucha gracia como blasfemaban sus parientes, y por eso dejo aquí la retahíla, sin ánimo de ofender: "me cago en Dios, me cago en Dios y en Cristo a caballo, me cago en Dios y en todos los santos en hilera y me cago en Dios y en la virgen puta." No me digáis que no es gracioso lo de Cristo a Caballo o lo de los santos en hilera.

Más gracias. Esta primera que no la lean las feministas: "La primera mujer que tuvo carné de conducir en el pueblo fue también la primera en llegar a la Luna porque se estrelló contra el escaparate de la confitería". 

O esta forma de definir las esquelas: "Las llamarían «paneles informativos de decesos destinados a fomentar los cuidados comunitarios», en ese empeño nuestro por desnaturalizar todo a fuerza de explicitar todo."

Por último, dejo aquí una frase a la que deberían atender todas las hijas, y especialmente las mías: "Años más tarde tuve que darle la razón, pero es que a mi padre siempre tengo que darle la razón, aunque sea años más tarde." Por cierto, que el padre de la criatura debe de andar por mi edad, lo cual implica de forma directa que Ana Iris Simón podría ser mi hija (aunque digamos que Ana Iris esa un hija claramente tempranera para la época).











jueves, 21 de enero de 2021

Osman´s Dream, de Caroline Finkel

Este verano en Turquía, y sobre todo la nueva estancia en Estambul, me despertó un gran interés por la historia del imperio Otomano. Era cuestión de tiempo que leyera algo al respecto. Lo que no me esperaba es que fuera relativamente difícil encontrar un buen libro de historia sobre el citado imperio. Es cierto que hay buenos libros sobre algunos de sus episodios (uno de ellos, en los Momentos estelares de la humanidad, de Stefan Zweig), pero parece que no hay una referencia indiscutible para su historia completa. Tras buscar un poquillo, encontré este libro de Carolina Finkel, académica de Oxford afincada en Estambul, que prometía una historia completa del citado imperio, y además desde una perspectiva neutra, no tan occidentalizada. De hecho, la propia Finkel nos dice que existen unas cuantas "historias" del imperio Otomano, pero que casi siempre adolecen del citado defecto.

El libro cubre con nota el objetivo buscado, y en este sentido ya puedo decir que su lectura ha merecido la pena. Me hubiera gustado decir que su lectura te atrapa y que el libro es imprescindible, pero Finkel no es Holland o Posteguillo. Su estilo es mucho más sobrio; el libro es correcto y está muy bien escrito, pero la autora al final del día es más académica que divulgadora. La prueba se tiene en las constantes notas al pie citando la referencia en que se apoya.

¿Y qué hay del contenido? Pues mucho y muy interesante, como dije antes. La mayor parte de la narrativa se ocupa, como no puede ser de otra forma, de la historia del imperio. Los orígenes se trazan al Osman del título, el fundador mítico de la dinastía otomana. Lo que constata el lector es que estamos ante un imperio militarizado, en constante conflicto tanto externo como interno. Solo a partir de 1700 disminuye algo la conflictividad internacional, y la autora pasa a centrarse más en aspectos políticos y sociales, aunque prosigue la conflictividad interna e incluso se acrecienta.

Por eso, la lectura de libro te lleva a una sucesión de batallas y hechos militares, y de nombres de sitios y personajes involucrados. Cuando se tratan de conflictos externos, uno más o menos los sigue; pero en los internos en casi imposible orientarse. 

Uno de los retos a que se enfrentan los historiadores cuando narran este tipo de epopeyas históricas es que el sujeto de la historia está relacionado con otros muchos imperios o países, a su vez interesantes y con sus propios desarrollos, que hay que conocer mínimamente para comprender  la dinámica de su relación. Así, durante la historia del imperio Otomano se producen importantes contactos con el Egipto mameluco, el imperio del Gran Tamerlán, los safavides iraníes, la Rusia de los zares, Venecia y Génova, los Saudíes, muchísimo con los Habsburgos, incluido Carlos V, e incluso con Portugal, en la competencia por el Índico, y ya en sus últimos momentos con las grandes potencias de la Primera Guerra Mundial. Creo que Finkel lo resuelve con brillantez: siempre atiende a los eventos importantes en los estados vecinos, aunque sea mucho antes de que tengan impacto sobre su historia.

Curiosamente, el imperio Otomano empezó su extensión, desde Anatolia Occidental, ie, Bursa, por Europa, tras cruzar el estrecho de los Dardanelos. Los primeros territorios en caer en su ámbito fueron los Balcanes, así como otros territorios europeos. De hecho, la parte asiática del imperio estuvo muy limitada el primer siglo por culpa del Gran Tamerlán, que no les dejó avanzar hacia el este. Vamos, que el imperio Otomano ha sido más Serbia, Bulgaria o Grecia, que Diyarbakir, por mucho que el desenlace de la historia nos haga pensar los contrario.

En su máxima extensión, llegaba por el oeste hasta Hungría, casi hasta Viena (hubo tres asedios fallidos de la capital de los Habsburgo); por el este hasta Tabriz, en el norte de Irán; por el norte, la actual Ucrania hacia el oeste de Kiev, con el apoyo de los tártaros. Y por el sur llegaba hasta Túnez, aunque con un régimen bastante autónomo. Precisamente, en el sur del Mediterráneo fue donde tuvo menor conflictividad, pues llegó a un equilibrio con España relativamente pronto (imagino porque España se podía volcar hacia América para su ambición expansionista). De hecho sus dominios en Libia fue de los últimos que perdió, tras ya haber perdido los Balcanes y Egipto.

El declive del imperio llega más o menos desde 1700. Poco a poco lo que se va viendo es que el imperio Otomano deja de tener su autonomía, y la sensación que da es que es un juguete roto en manos de los distintos poderes de cada momento, sea Napoleón, o Pedro el Grande, o Winston Churchill, o incluso de gobernadores regionales del imperio, como Mehmed Ali y sus sucesores en Egipto.

En cuanto al ámbito institucional, llama la atención la legitimación inicial del sultán por fraticidio. Esto es, el sultán no designaba heredero de entre sus hijos, y el que conseguía proclamarse, lo primero que hacía era matar a sus hermanos para despejar dudas sobre su legitimidad. De hecho, carnicerías y ejecuciones son una constante casi hasta el final del imperio: el Gran Visir que lo hace mal suele terminar decapitado, no retirado en su casa. Papel especial tienen los jenízaros, cuya subhistoria puede merecer la pena por si sola, aunque el lector quede cubierto de sangre. Jenízaros, que, por cierto, venían principalmente de los Balcanes, como muchos de los principales funcionarios del imperio. Basta aquí decir que los jenízaros parecen haber tenido un papel similar a la guardia pretoriana en algunos momentos del imperio Romano.

También es interesante en el ámbito institucional el papel del sultán como Califa, esto es, protector de todos los musulmanes allá donde estén. De poca relevancia durante la gestación y crecimiento del imperio, si tiene más impacto en la fase de declive, y contribuirá a las tensiones finales entre los distintos grupos religiosos (cuya convivencia, por cierto, había presentado escaso conflicto durante la mayor parte de la historia).

Finkel nos conduce de la mano hasta los últimos estertores del imperio y el consecuente surgimiento de la nación turca, sobre una notación étnica hasta ese momento poco extendida. En esos estertores asistimos a la infausta participación del imperio en la Primera Guerra Mundial, como títere de Prusia y solo redimida por la victoria de los Dardanellos y Gallipolli, los conflictos con los armenios (que Finkel se resiste a llamar genocidio) y la llegada de los nacionalistas turcos con la toma de podar de Mustafa Kemal (al que yo siempre he llamado Attaturk, pero este calificativo lo evita Finkel).

Ojalá pudiera recomendar este libro sin dudarlo. Pero he leído demasiados párrafos de él sin que me interesaran demasiado, simplemente para avanzar en la historia hasta otro punto de relevancia. Me parece un magnífico trabajo y una excelente panorámica del imperio Otomano, que los interesados en él deberían leer. El lector "común" quede avisado de que, junto a capítulos entusiasmantes, sobre todo los primeros, le esperan algunos otros de andar por casa.

lunes, 4 de enero de 2021

Selling Sickness, de Ray Moynihan y Alan Cassels

Con la llegada de la vacuna para el Coronavirus, investigada y diseñada en un tiempo record, al observador neutral le pueden surgir dudas sobre las bondades de la misma, o, alternativamente, sobre las necesidad de los pasos regulatorios que se exigen a los medicamentos, que al parecer pueden ser de quita y pon según los intereses de los políticos. Es por ello que tenía interés por leer algo razonablemente conspiranoico sobre las prácticas de la industria farmacéutica. Asimismo, el año pasado leí un pequeño artículo de Escohotado que, por primera vez, me introdujo al escepticismo sobre las prácticas médicas. Con ambos mimbres se puede tejer una buena disculpa para esta lectura, recomendada además por un amiguete más cercano al mundillo que un servidor.

Tras la lectura de este libro, dos son los comentarios principales: en primer lugar, es un libro literariamente muy flojo, bastante peor escrito que los de otros divulgadores a los que me he acostumbrado. Hay mucha repetición, no ya de temática (algo que cabe esperar) si no de cosas concretas que se cuentan. Además, muchas veces parece más un guion para un programa de TV (de hecho, existe un documental de los mismos autores que precede al libro en el tiempo) que algo pensado para la lectura.

El otro comentario es sobre el fondo. Y es que, si lo que cuentan estos autores es todo lo que hay, la verdad es que podemos estar relativamente tranquilos. Con esto no quiero decir que sus prácticas me parezcan bien, simplemente que el daño queda acotado y dentro de las posibilidades que manejamos a nivel individual. 

Como indica el nombre, "Vendiendo enfermedad", este libro se centra sobre todo en las prácticas de marketing que desarrollan las empresas farmacéuticas para vender su producto. ¿Cuáles son? Pues muy sencillas, tanto que son las que recomienda cualquier libro de marketing para cualquier industria: tratar de buscar nuevos usos para los productos. En esto consisten las prácticas denunciadas por Moynihan y Cassels.

En todos los casos, el punto de partida es el mismo: un producto que funciona (es importante destacar esto último, el producto realmente FUNCIONA) en un determinado grupo de clientes. ¿Y qué es lo que quieren las farmacéuticas? Lo que cualquier empresa: que más clientes compren su producto, y que los que ya lo utilizan, lo consuman más. Por ejemplo: la Viagra funciona para hombres con disfunción eréctil (eso dicen). Es un segmento de mercado relativamente reducido. ¿Qué desearían los ejecutivos de Pfizer? Pues que los hombres tomaran Viagra para prevenir la citada disfunción, no solo para curarla. O que hubiera una enfermedad similar en las mujeres que pudiera ser tratada también con Viagra. En esto consiste el "Desorden sexual femenino". Claro, el problema que nos presentan, con razón, los autores del libro es si realmente existe esa enfermedad, o es simplemente la generalización de una situación normal de vida.

Todos los ejemplos, sin excepción, que trata el libro corresponden a estas características. Por ejemplo, el uso de antidepresivos (Prozac y otros) para el "Premenstrual dysphoric disorder" o para el "Social Anxiety Disorder"; el uso de medicamentos contra la osteoporosis para prevenir fracturas o a partir de umbrales de densidad de hueso correspondientes a otras edades; la extensión del síndrome de déficit de atención de niños a adultos...

En otros casos, lo que hacen es tratar de reducir los umbrales para que una situación requiera el uso de medicamentos, Por ejemplo, la definición de qué es tener alto el colesterol o cuándo se es hipertenso. En ambos casos, se sabe que son factores de riesgo para un ataque al corazón; pero también se sabe que hay muchos otros sobre los que seguramente sería más eficaz y fácil actual. Lo interesante para las farmacéuticas es que hay medicamentos que actúan sobre colesterol y presión arterial, y por ello ponen todo el foco en estos factores, llegándolos a transformar en enfermedades en sí mismos.

El libro describe con gran detalle los mecanismos propagandísticos de que se valen las farmacéuticas para conseguir estas percepciones de la realidad. Creo que esta frase lo resume suficientemente: "The extent of the pharmaceutical industry’s influence over the health system is simply Orwellian. The doctors, the drug reps, the medical education, the ads, the patient groups, the guidelines, the celebrities, the conferences, the public awareness campaigns, the thought-leaders, and even the regulator’s advisers—at every level there is money from drug companies lubricating what many believe is an unhealthy flow of influence."

Pero, una vez más, nada que no hagan otras empresas en sus mercados. Los autores se quejan muchas veces de que estudios objetivos y científicamente válidos, muy costosos de elaborar, quedan sepultados entre toda la publicidad y propaganda que las farmacéuticas hacen a sus productos. Por ejemplo, al respecto de un estudio sobre la hipertensión: "Yet the release of results from this major study barely affected the number of prescriptions being written for the newer, more expensive pills."

Sea como fuere, es cierto que conviene estar en guardia con estos y otros posibles abusos de la industria farmacéutica, como de cualquier otra, aunque ésta toque más de cerca nuestra salud. Sin llegar a compartir la exagerada frase "This disease-mongering is an assault on our collective soul by those seeking to profit from our fear. It is no dark conspiracy; simply daylight robbery.", quizá en parte porque en Europa estamos más protegidos que en los EEUU (que son los casos principalmente tratados en el libro), sí es cierto que hay algunas amenazas a futuro. Solo una cosilla, si creo que estamos mejor protegidos en Europa es solo porque parece que la industria farmacéutica es más potente en los EEUU, lo que implica que su FDA es menos fiable (intereses de política nacional) que el organismo homólogo aquí, aunque sea por consideraciones proteccionistas.

La amenaza a que me refiero proviene de esta sarcástica frase "If you think you are healthy, you just haven’t had enough tests.", en combinación con la llegada de la tecnología genética "and the possibility of screening newborns for all their future diseases, a whole new world of testing awaits us all.". O sea, que se pueden elevar enormemente los incentivos de las empresas farmacéuticas para encontrar enfermedades que tratar por esta vía.

Otra amenaza la podrían constituir las ‘"lifestyle’ drugs that are designed to improve lifestyles as much as treat serious illness", aunque parecería difícil que estas pudieran ser sufragadas por las Seguridades Sociales, por lo que el mercado de masas quedaría muy restringido. He ahí otra de las luchas por las que las farmacéuticas quieren que estas "situaciones" sean consideradas enfermedades, por cierto.

El caso más preocupante de los descritos en el libro tiene que ver con el síndrome del "irritable bowel" (colón irritable?). En este caso, se une a las prácticas de marketing citadas, el hecho de que el fármaco era al parecer objetivamente peligroso para muchos de los sanos tratados. Y, claro, ya se puede adivinar qué organismo estaba en medio de la polémica, por haber permitido su comercialización pese a la evidencia científica. Por supuesto, el regulador gubernamental de turno, la FDA.

Y es que, en resumidas cuentas, el problema no es que la información no esté. Sí lo está. Lo que pasa es que costoso andar buscándola, interpretándola y asimilándola, y muchas veces es mejor dejarse llevar por la publicidad, la celebrity de turno o, más justificadamente, lo que pueda decir el médico. Nada de lo que denuncian Moynihan y Cassels parece ilegítimo en general (aunque pueda haber casos específicos en que sí lo sea); el problema en realidad es la gran asimetría existente entre industria y consumidor-paciente, que no queda atemperada por organismos reguladores como la FDA: "The obvious problem for all of us right now is finding good sources of information about human illness that are truly independent of drug company influence."