jueves, 31 de enero de 2019

Serie: Yo, Claudio

Estamos ante una serie de las clásicas, que data de 1976, y que seguramente muchos habréis visto ya, aunque no era mi caso. Llevaba ya un tiempo en mi lista de posible visionado, y qué mejor momento para verla que al mismo tiempo que leía Yo, Julia (de Posteguillo), cuyo título es evidentemente tributario de la novela de Robert Graves en que se basa la serie.

¿Qué puedo decir? Que es fácil entender porque es una serie clásica y tuvo el éxito que tuvo. Para empezar, los actores son magistrales y hacen un trabajo impresionante. Casi todos ellos han hecho carreronas: Derek Jacobi es un magnífico Claudio; John Hurt es Calígula; Brian Blessed conforma un sorprendentemente gordito Augusto: George Baker es un convincente Tiberio. Como curiosidad, Sejanus es interpretado por Patrick Stewart, el Profesor X, y también tenemos a John Rhys-Davis (Gimli, y un amigo de Indiana Jones), en el papel de Macro.

Pero, aunque haya empezado por los chicos, son las actrices las que más brillan, por belleza y por protagonismo, empezando por Sian Phillips interpretando a la perfida Livia, que es la verdadera protagonista de la primera mitad de la serie. Y siguiendo por las bellísimas Fiona Walker (Agripina) y Sheila White (Messalina). Viendo esta serie uno no necesita la reivindicación feminista de Posteguillo para darse cuenta del papel fundamental que desempeñaron las mujeres en el imperio romano, como lo han hecho siempre en la historia, aunque sus nombres no hayan sido recogidos por los historiadores.

Y es importante que los actores sean buenos, porque estamos casi ante una obra de teatro rodada para serie. Es el diálogo entre los personajes lo que hace avanzar el relato, y una y otra vez tenemos diálogos. Hay muy poca escena de acción o de observación, casi todo el rato son personajes hablando e intrigando. Así pues, es la entonación de los personajes, sus gestos, sus muecas a la pantalla, las que realmente dan vida a la narración. Algo en lo que triunfan sin paliativos actores y actrices, además, muy bien complementados por los sabios movimientos de la cámara, por ejemplo, en los diálogos.

Por lo demás, esta serie nos cuenta un periodo concreto de la historia del Imperio: desde los últimos años de Augusto hasta la muerte del titular, Claudio; entre ambos, solo hubo otro emperador, Tiberio. En cierta forma, es una continuación de la serie Roma, de HBO, aunque ésta termina antes de que Augusto se haga emperador. Sin embargo, no nos cuenta lo que pasaba en el Imperio, sino que se enfoca casi en exclusiva en la vida de la familia imperial y sus intrigas cortesanas.

Y dichas intrigas tienen sistemática consecuencias trágicas, toda una reflexión sobre las miserias de los poderosos. Si ni siquiera un tipo como Augusto, en la culmen de su poder, puede estar tranquilo en su cama, ¿quién quiere ser emperador? La familia imperial debería ser, a priori, envidiada. Pero ¿quién puede envidiar a personas que no se pueden fiar ni de hermanos ni de primos ni de esposas, ni siquiera de su abuela? La sensación es que Claudio solo sobrevive porque sus posibles rivales le tienen por tonto y no le creen una amenaza. No es mala estrategia.

En fin, os animo a ver esta magnífica serie, imprescindible si os interesa la historia de Roma. Eso sí, tendréis que tolerar esos maquillajes desconcertantes que utilizan en los 70 para envejecer a los actores, empezando por la primera aparición de Cla-Cla-Claudio, que le da un cierto aire de Gollum.

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